viernes, 10 de septiembre de 2010

Ketchup

La comisaría era una colección de personas que más o menos ordenadamente esperaban su turno para algo. Era así todos los días, cuando llegaba el turno de la mañana ya había una larga cola de gente esperando que rara vez tenían una sonrisa en el rostro. Trabajar cara a ese público poco complaciente era como ser maestro de ceremonias en un circo, había que estar dispuesto a ser un poco payaso si era necesario, hacer gala de modales y no acobardarse si tocaba tratar con alguna fiera. El comisario Duran se alegraba mucho de haber pasado ya por aquella fase, aunque de vez en cuando le tocase lidiar con todo tipo de fauna. Las interminables horas de mostrador y el despliegue de infinita paciencia eran cosas que quedaban muy atrás. Él se instalaba en su despacho, leía enormes pilas de informes, supervisaba y firmaba documentos. Vivía como en una burbuja donde si no era necesario no tenía que aguantar demasiado a nadie y eso le hacía feliz a él y también a sus compañeros de trabajo, que lo consideraban un hombre eficaz que nunca se metía con nadie, aunque les fastidiaba que generase tan poco sobre lo que cotillear. Los chupatintas de la oficina apenas sabían nada de él; era un hombre casado, tenía dos hijos. En verano se iba al campo porque odiaba las aglomeraciones de las playas y en navidades se iba a la playa por lo mismo. Evitar a la gente se había convertido en un arte para él. Solo tenía una manía que despertaba curiosidad en sus compañeros de trabajo. Siempre que podía evitaba comer en la oficina, aunque eso supusiese coger el coche ir a su casa para comer con prisa y regresar con cara de mala digestión, Muy de cuando en cuando se llevaba alguna fiambrera de casa, pero entonces siempre tiraba el contenido del recipiente de plástico a la basura y se comía algún bocadillo de aspecto poco apetitoso. Esto había hecho correr la voz entre sus compañeros de que su mujer debía ser una pésima cocinera y durante años eso dio pie a innumerables bromas.

Una mañana tiró al contenedor una ración de macarrones a la boloñesa que tenían un aspecto estupendo, sacó diez euros de su cartera y le pidió a Saez, el celador, que hiciese el favor de traerle un bocadillo de salchichas del bar que había frente a la comisaría.

-¿Tienes que quedarte a comer?-Preguntó el comisario regresando a su oficina

El celador contestó que no le quedaba otro remedio, el inspector le dijo que entonces comprase otro bocadillo si le apetecía. Saez salió de la comisaría, se alzo el cuello del abrigo y se convenció de que aquel hombre no estaba del todo en sus cabales, desaprovechar una buena comida a favor de un par de salchichas con mojo picón de bote y un pan casi de goma no podía ser una mera cuestión de gustos. Atravesó la atmósfera rancia del bar, compró un par de bocadillos de salchichas del país, aunque Saez nunca había sabido a que país se referían los del bar y prefería pensar que aquellos sucedáneos de carne provenían de un lugar peor, de Portugal quizás o de Francia, los franceses sabrán hacer caracoles pero embutidos no tienen ni idea. Esta, al menos, era su teoría y pensaba contársela al comisario en cuanto pudiese, a ver si era posible hacerle desistir de su pésima costumbre. Entró de nuevo en la comisaría y comenzó a desgranar sus ideas sobre alimentación, el comisario apenas parecía escucharlo, demasiado ocupado en luchar a mordiscos contra su almuerzo, que parecía dispuesto a presentar una chiclosa resistencia pasiva.

-Al menos, no tire la comida, que no están las nominas como para darse esos lujos-Dijo Saez tras un largo trago de cerveza-Si no se lo quiere comer, démelo a mi que no me da vergüenza comer de prestado.

El Comisario Duran levantó los ojos de su almuerzo y miró al celador con una expresión indescriptible.

-Ande no diga barbaridades-Le contestó antes de echarlo de su despacho.

Saez se encontró en el pasillo con su bocadillo en la mano antes de que le diese tiempo a reaccionar “Este hombre está loco” pensó tras tirar lo que quedaba del almuerzo

A la mañana siguiente, para sorpresa del celador, el inspector volvió a llamarlo a la hora de comer esta vez había pedido una pizza y le ofreció un pedazo.

-Ayer fui maleducado-Le dijo- Si le cuento una cosa ¿Puedo contar con su discreción?

El celador se sentó en la mesa, acepto la porción de pizza y como es habitual en estos casos aseguró que su discreción estaba totalmente garantizada. El comisario abrió su lata de cerveza y fundió el chasquido del gas enlatado con un suspiro de resignación.

Era una historia vieja y no podía explicar porque le había impactado tanto, a lo largo de su carrera le tocaría ver cosas peores. Tal vez porque era demasiado joven, tal vez porque no volvió a toparse con algo semejante…el caso era que el comisario nunca había logrado quitársela de la cabeza. Le había marcado más de lo que le gustaba reconocer.

La mañana que escuchó en el telediario que su periodista deportivo favorito estaba ingresado en el hospital con pronóstico grave pensó “pobre hombre” y prestó un poco mas de intención a la noticia por la simple afición al cotilleo y a la desgracia ajena. Tampoco decía gran cosa, había ingresado de madrugada, con una dolencia de origen desconocido y estaba en la UCI. Su mujer sirvió un par de cafés, comentaron algunas trivialidades al respecto, desayunaron charlando y después se fueron a trabajar. Poco se imaginaba que al llegar a la comisaría se encontraría con el hospital había pedido que se abriera una investigación ya que consideraban que existían indicios de posible delito. Se quedo perplejo, pero aquel estado no duró mucho. Llamó a Gómez Blanco, un policía que estaba a punto de ser ascendido, un tipo trabajador y razonable al que le apetecía ayudar. Dio órdenes al resto de personal de no hablar con la prensa hasta que se hiciese un comunicado oficial.

Gómez Blanco estaba encantado por aquella oportunidad para lucirse y añadir otra estrella a su implacable historial, propuso llevar el asunto con discreción, el inspector estuvo de acuerdo, odiaba lidiar con la prensa y ambos fueron al hospital con estados de ánimo muy distintos. Gómez estaba radiante, Durán en cambio tuvo el ceño arrugado todo el camino, odiaba tratar con personajes públicos, el riesgo de que cualquier rumor acabase en los periódicos era demasiado grande y los policías suelen salir mal parados en estos casos. Cuando llegaron se encontraron con que los familiares estaban tan destrozados como los médicos desconcertados. El enfermo tenía un aspecto horrible, pesé a que le habían puesto bastantes sedantes como para atontar a un elefante, aquel hombre atractivo que leía las noticias deportivas en los telediarios del mediodía era el retrato del sufrimiento, algo muy poco edificante de contemplar. Los padres del enfermo aseguraban que siempre había gozado de una excelente salud, que no tenía ningún vicio fuera de tomarse unas copas al salir de trabajar. Los médicos no sabían a donde agarrarse, daba negativo en todo tipo de tóxicos, no era un virus. Ni en las radiografías, ni en ecografías se veía algo relevante, sin embargo tenía una hemorragia interna severa, y el pronóstico no era nada alentador. El medico que habló con ellos, un hombre canoso de aspecto apacible, de esos que inspiran confianza en enfermos y familiares, les dijo que harían una biopsia urgente y se comprometió a enviarles los resultados. Su esposa estaba, como corresponde a las esposas, totalmente destrozada. Resultó que era una famosa restauradora, tenía un programa de cocina en un canal de televisión por cable, del que su esposa era devota seguidora, solía cocinarle sus recetas, muy orgullosa de ser capaz de preparar aquellas sofisticadas delicias. “No todo el mundo es capaz de cocinar a este nivel” le decía dejando sobre la mesa una ración mínima de comida primorosamente decorada. Aquella mujer tenía además su propio y carísimo restaurante. Era preciosa, pelo castaño rojizo, formando suaves ondas, rasgos finos y una perfecta piel sonrosada. Había algo en ella que recordaba a las grandes bellezas del cine en blanco y negro. Sentada junto a la cama de su esposo, con los ojos azules arrasados por el llanto, era la perfecta heroína para una película de Bogart. Les contó que llevaban poco tiempo casados, apenas tres años, que trabajan muchas horas y apenas se encontraban a lo largo del día, excepto los fines de semana, que eran sagrados para ellos. Él siempre había gozado de buena salud. El lunes por la tarde empezó a sentirse mal y el martes a mediodía ya estaba ingresado. No sabían que podía pasarle, no había nada ni nadie de quien sospechar algo malo. Ella creía que solo se podía culpar al destino “Y usted no puede encarcelar a la mala suerte” Le dijo entre sollozos. Aun así dejó su tarjeta. Antes de marcharse encargó a Gomez Blanco que pusiese en manos de los forenses de la policía todos los resultados de las pruebas médicas. Él se pondría con el papeleo, quería solicitar una orden de registro, aunque solo fuese por cumplir con los trámites

El inspector regresó a su casa agotado y con la moral por los suelos, para acabar de rematar el cuadro su mujer le había preparado una especie de cubo de arroz con especias al que empezó a cogerle el gusto cuando ya no quedaba nada en el plato. Gómez Blanco no tuvo mejor suerte, a él ni siquiera le esperaba una cena insípida en casa, se acostó con el estomago vacío y estuvo demasiado tiempo pensando en la malas jugadas que se gasta a veces la vida. Ambos durmieron poco y mal. El despertador sonó mas implacable aun que otras mañanas y tras el sonó el teléfono; al parecer la esposa del periodista deportivo quería hablar con ellos lo antes posible, iba de camino a la comisaria. El inspector Durán fue el primero en llegar, pero realmente no lo hizo movido por ningún mal presagio, ni por ningún pálpito de buen detective, simplemente estaba deseando acabar con aquel asunto. Se dio tanta prisa que llegó antes incluso que la interesada. Pidió que la llevasen a su despacho en cuanto apareciera y se puso a fingir que trabajaba.

No paso mucho tiempo hasta que la vio atravesar el pasillo, seguida por Gómez Blanco que se regalaba la vista con su silueta, llevaba un abrigo color ciruela que destacaba tanto su palidez que la hacía parecer casi traslucida, una de esas prendas estilosas y de buen corte que se asemejaba vagamente a un pétalo de flor, así la recordaría muchos años después, como una de esas flores que crecen sin ton ni son en los cementerios, a la sombra de la muerte.

La mujer entró en el despacho apretujando contra su nariz gotosa un kleenex muy maltrecho, el inspector Durán el ofreció el mejor asiento de la habitación, Gómez prefirió quedarse de pie.

-¿Alguno de ustedes quiere un café?-Preguntó señalando la carísima cafetera que su esposa le había regalado para el despecho.

Ambos negaron con la cabeza, Duran se sentó decepcionado, le apetecía mucho tomarse algo que apartase un poco de aquella situación.

-Usted dirá- Dijo al fin

-Quizás ya han salido los resultados de las ultimas pruebas que le hicieron a mi marido- Respondió ella como si eso lo explicase todo.

-No, aun no- Respondió Gómez Blanco

La mujer se giró a mirarlo, una mirada extrañada e incluso algo ofendida que hizo callar al aspirante a inspector.

-Pensaba contarles esto dentro de unos días, cuando mi esposo hubiese muerto. No quería hacerle pasar por un mal trago, pero tal vez salgan a luz ciertas cosas…-Un sollozo cortó en seco su discurso, respiro profundamente, cambio su pañuelo por uno nuevo y siguió hablando-…No quiero que mi marido tenga que ver como me detienen, quiere ahorrarle eso. No se merece sufrir más.

Los policías intercambiaron una mirada de desconcierto.

-Señora ¿Quiere usted contarnos algo?-Duran se sintió estúpido en cuanto dijo aquellas palabras.

-Si-contestó ella reforzando la afirmación con la cabeza, aquello pareció darle confianza para continuar-Si tengo que contarles algo, y quizás después también les pida un favor.

“Tienen que entenderme me he casado ya mayor. He trabajado duro desde muy joven y siempre me he considerado una mente práctica, nada a favor de las tonterías románticas. Por supuesto tuve algunas relaciones antes de conocer a mi marido, pero ninguna cuajó. Piensen lo que quieran yo estoy convencida de que el destino me reservaba para él. Y nos conocimos en una entrega de premios deportivos, mi restaurante organizaba el catering. Era un hombre divertido, amable, estaba a un universo de distancia de todos aquellos analfabetos millonarios de los que hablaba todos los días en las noticias. Me cautivó. Fue un noviazgo breve, ambos estuvimos de acuerdo en que lo mejor era formalizar nuestra relación pronto, antes de que los rumores la viciasen. Nuestra boda fue discreta, por motivos de trabajo la luna de miel fue corta”

En este punto la mujer volvió a coger aire y a limpiarse la nariz,
“Nos veíamos poco entre semana, nuestros horarios eran casi incompatibles. Solo coincidíamos por la noche, para cenar y acostarnos. Ya saben como son esas cosas, yo me pasaba el día suspirando porque llegase ese momento de sentarnos en el sofá y comentar nuestras cosas, y lo hacíamos pero muy poco. Él prefería ver la tele y dormirse pronto. Empecé a intentar atraer su atención con otras cosas. Pensé algo que pudiese valerme y encontré a mi mejor aliado en la comida. Siempre ha sido tragón. Empecé a esforzarme en llegar temprano del trabajo para poder prepararle mis mejores recetas, me desvivía en aquella cocina. Créanme cuando les digo que ni los más importantes jefes de estado han comido cosas mejores que él. Le servia lo mas selecto de mi recetario, con los mejores ingredientes. Funcionó. Apagaba la tele y se sentaba a cenar conmigo, hablábamos, disfrutábamos de la comida, del vino, del placer de hacer algo juntos. Al menos durante un tiempo.

“Después lo nombraron jefe de la sección de deportes y cuando llegaba a casa solo le apetecía meterse en la cama, incluso se los pasaba durmiendo los fines de semana que no trabajaba. Pude soportarlo porque trasladé el empeño de las cenas a las comidas de sus poco días libres, pero me bastaba mirarle a la cara para darme cuenta de que ya apreciaba ni mis esfuerzos ni a mi. Yo me había convertido en una costumbre. Tal vez podría haberlo aceptado pero un día llegó del trabajo y había hecho la compra en uno de esos horribles y vulgares supermercados corrientes. No había comprado lejía o limpia cristales no, había comprado una botella de ketchup, otra de mostaza barata y un bote de mayonesa, sentí un vértigo horrible al ver en mi despensa semejantes aberraciones al gusto y sin embargo lo acepté. Acepté que empezará a echárselo a mis comidas aunque me sentía como si me escupiese en la cara día tras día, aguanté y aguanté hasta que un sábado le hice un solomillo de avestruz a la mantequilla y él probó el primer bocado, se fue a la nevera sacó el ketchup y roció todo el plato. Arruinó mi guiso y no solo eso, después de atrevió a migar pan, a dejar el plato limpio como si yo fuese la cocinera de una fonda. Me puse como una fiera. Grité, rompí cosas, hasta lloré. Si, lloré porque me sentía humillada hasta lo más intimo. Mi marido se sobresaltó, trató de explicarme que ahora entre semana comía en una hamburguesería que estaba cerca de la redacción, que le había cogido gusto a aquellos bocadillos grasientos. No era capaz de entender que cada uno de los platos que lo servia eran una demostración de amor. Despreció mi cariño”

“Empecé a prepararle fiambreras para el trabajo, quería que dejase aquella comida barata. Pensé que lo había logrado hasta que un día olvidó su almuerzo en el coche. Tenía un rato libre así que pensé en darle una sorpresa y llevárselo en persona. No estaba en su despacho, lo que si estaba allí eran varias de mis fiambreras con su contenido intacto y una papelera llena de envoltorios del Burger Queen”

“No puedo describir el dolor que sentí, fue como encontrarlo con otra mujer. Yo le ofrecía lo mejor de mí y él prefería comer en cualquier esquina. Esa tarde en casa desenrosqué la bombilla de una de las lámparas del pasillo, machaque el cristal hasta convertirlo en un polvillo muy fino, lo puse en el ketchup de mi marido y lo volví a meter en el frigorífico”

Duran y Gómez Blanco vieron como la mujer sacaba una sobada botella de ketchup de su bolso y la dejaba sobre la mesa mientras un escalofrío los dejaba sin palabras.

“Pensarán que estoy loca, pero yo aun amo a ese hombre y no quiero un divorcio que nos amargue la vida, ni dejar que nuestra relación se vaya muriendo hasta convertirnos en extraños que comparten cama. En mi corazón él siempre estará vivo, siempre será el hombre perfecto. Les rogaría que esperasen a que muera para arrestarme”

Saez dejó el bocadillo sobre la mesa sin cerrar la boca como si no pudiese tragarse la historia al mismo tiempo que la comida. El inspector apartó la mirada con una mueca de asco. Tras un momento el celador se limpió los labios.

-Pues si por eso no se fía de la comida de su señora me parece comprensible, pero mas vale que no lo pille- Dijo con una sonrisa socarrona.

Salió del despacho silbando.

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